Las ranas y el hada de cristal
Un niño tenía cuatro ranas, eran las más hermosas que nunca se vieron sobre la tierra, las más amorosas, agradecidas y buenas amigas ranas. El niño daba paseos por las tardes, después de terminar sus labores de la escuela, para disfrutar del bosque con sus amigas ranas ya que el aroma a pino les encantaba.
La tarde en que el viento soplaba con más frescura y el niño y sus amigas paseaban con alegría, un hombre malo se presentó ante ellos y se llevó a las cuatro ranas en una bolsa pequeña. El niño no pudo hacer nada, ya que el hombre era más fuerte que él y daba zancadas más largas que él cuando corría; así, el niño se quedó solito en el bosque llorando lágrimas de cristal. De pronto se presentó ante sus ojos una hermosa hada de enormes alas. –¿Qué te pasa niño, por qué me has invocado?, preguntó el hada, –¿yo te invoqué? Pero si sólo estoy llorando porque perdí a mis amigas ranas, dijo el niño, –sí, dijo el hada, cuando un niño llora lágrimas de cristal es porque necesita ayuda muy especial que sólo yo, el Hada de Cristal, puedo brindarle. El niño, sorprendido, le dijo –pero mis lágrimas son las de siempre, –aunque tú no lo notes, cada brillo de tus lágrimas es del cristal más fino y hermoso, pero dime, ¿en qué puedo ayudarte? El niño le contó al hada lo que ocurrió con sus amigas y ella le dijo –Yo puedo ayudarte, sólo que para que mi magia surta efecto el deseo que tengas tienes que pedirlo con mucho amor, la magia no funciona sin amor. –Yo quiero mucho a mis amigas ranas, ellas comparten su tiempo conmigo, me escuchan, me acompañan y juegan conmigo, así que tengo mucho amor en mi deseo. El hada, complacida, aceptó ayudarlo, y con un movimiento de sus alas recorrieron al instante todo el bosque hasta llegar con el ladrón de ranas.
El hombre malo era un cocinero de la comarca y era dueño del restaurante más famoso, al que toda la gente iba por los deliciosos platillos de rana que preparaba. Estaba listo para sacar de la bolsa a las cuatro ranitas y cocinarlas para deleitar a sus comensales. En un santiamén llegaron a su restaurante el niño y el Hada de Cristal. El niño le gritó al hombre malo: –¡hombre malo, libera a mis amigas ranas! –¡No! Las prepararé para deleitar a mis clientes. –Por favor, señor, ellas son mis amigas, son especiales y las quiero. –No niño, la gente de la comarca sólo come ancas de rana y necesito prepararlas para tener trabajo y alimentar a mi familia. El hada intervino: –Señor cocinero, usted no es un hombre malo, escuche a este niño que ha depositado todo su amor en sus amigas ranas, yo, el Hada de Cristal, se lo pido. El hombre malo, que finalmente no era tan malo, dijo –No soy malo, yo necesito trabajar para alimentar a mi familia, a la gente le gusta la comida con ranas. –Hagamos una cosa, dijo el hada, como sé que usted no es malo, le obsequio el don de la alta cocina, así, siempre podrá preparar platillos deliciosos y los comensales jamás volverán a comer platillos con ranas, así, las amigas del niño volverán a su lado. El hombre dijo, –Gracias Hada de Cristal, eres muy amable, gracias por darme el don, preparé cosas deliciosas para todos. Con magia, de la pequeña bolsa salieron saltando las cuatro ranitas a los brazos de su amigo el niño; el hada agitó sus alitas y en un instante despareció dejando un rastro de cristales brillantes. El niño y sus amigas volvieron a caminar felices por el bosque.
miércoles, 18 de agosto de 2010
jueves, 5 de agosto de 2010
Defectuosas cavilaciones
Acá nomás, pensando.
Esta semana he hecho cosas que nunca antes, jamás, me hubiera atrevido. Supongo que es parte de la magia de crecer. Estoy de viaje con mi hija (más familia me acompaña pero lo crucial es que viajo por primera vez con ella), no creí poder hacerlo porque es pequeña, porque soy primeriza, porque me aterra que le pase algo. Pero ella crece y yo también.
Anduvimos en Xochimilco buscando ajolotes, en el mercado de las flores, comiendo quesadillas de flor de calabaza; nos sorprendió la lluvia de vuelta al coche y corrimos y corrimos, y ella con una sonrisa en el rostro se divertía mientras yo sufría por guarecerla del agua.
Tlahuac nos recibió con la familia, qué cosa más maravillosa verlos de nuevo, recordar viejos tiempos, andar por calles antiguas, de artes viejas, viejos amores y costumbres... hasta ganas me dieron de echarme machincuepas como estúpida adolescente. Me jodí la columna pero me divertí horrores.
Fui a Chapultepec a remar al lago, a tostarme bajo un sol que se resistía a salir del todo, a comer churros. Caminé por paseo de la Reforma, me tomé fotos en la silla que bien pudo haber salido de Alicia en el país de las maravillas. Me subí al metrobús y disfruté caminar sola por las calles de la gran capital.
El caso es que vuelvo a la casa en la que pasé retazos de feliz infancia, volví al andén, el mismo en el que mi abuelo me esperaba con los brazos abiertos, tenía las mismas bancas de madera, ahora con un perfecto barniz, el mismo piso y el gran ventanal custiodando las mismas plantas. El mismo lugar, ahora remodelado, pero la nostalgia, los recuerdos, la magia de estar de nuevo aquí es la culpable de esta desordernada cavilación.
Esta semana he hecho cosas que nunca antes, jamás, me hubiera atrevido. Supongo que es parte de la magia de crecer. Estoy de viaje con mi hija (más familia me acompaña pero lo crucial es que viajo por primera vez con ella), no creí poder hacerlo porque es pequeña, porque soy primeriza, porque me aterra que le pase algo. Pero ella crece y yo también.
Anduvimos en Xochimilco buscando ajolotes, en el mercado de las flores, comiendo quesadillas de flor de calabaza; nos sorprendió la lluvia de vuelta al coche y corrimos y corrimos, y ella con una sonrisa en el rostro se divertía mientras yo sufría por guarecerla del agua.
Tlahuac nos recibió con la familia, qué cosa más maravillosa verlos de nuevo, recordar viejos tiempos, andar por calles antiguas, de artes viejas, viejos amores y costumbres... hasta ganas me dieron de echarme machincuepas como estúpida adolescente. Me jodí la columna pero me divertí horrores.
Fui a Chapultepec a remar al lago, a tostarme bajo un sol que se resistía a salir del todo, a comer churros. Caminé por paseo de la Reforma, me tomé fotos en la silla que bien pudo haber salido de Alicia en el país de las maravillas. Me subí al metrobús y disfruté caminar sola por las calles de la gran capital.
El caso es que vuelvo a la casa en la que pasé retazos de feliz infancia, volví al andén, el mismo en el que mi abuelo me esperaba con los brazos abiertos, tenía las mismas bancas de madera, ahora con un perfecto barniz, el mismo piso y el gran ventanal custiodando las mismas plantas. El mismo lugar, ahora remodelado, pero la nostalgia, los recuerdos, la magia de estar de nuevo aquí es la culpable de esta desordernada cavilación.
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