domingo, 18 de diciembre de 2016

¿Quién necesita caer?

Caminaba de noche en un rumbo conocido. No sé qué diablos hacía yo ahí, de noche, sola, nada tenía qué hacer por ahí. Tenía miedo, caminaba sin saber muy bien a dónde ir, por qué ni para qué. Pasé afuera de una escuela y recordé que los murmullos de los niños surgen en las noches, que las risas y los llantos rebotan en los muros y para darle vida a las escuelas solitarias. Me armé de valor y puse atención; no tuve que hacer mucho esfuerzo para escucharlos, ahí estaban, salían intempestivamente risas, gritos, llantos, agitación. Ahí estaba la alegría de mis hijas, su intensidad, su emoción, su vida. Me detuve un segundo para escuchar más, mejor. Reconocí sus voces dulces entre la de tanto chiquillo, sus hermosas risas, su mágico timbre. No obstante, no pude evitar sentir escalofríos.
                Continué mi camino, mi no saber a dónde ir, regresar al temor de la noche, a la oscuridad, a la soledad. Ni un alma había en la calle, no pasaban autos ni un perro, nadie con quien sentir compañía. A lo lejos, en el centro de la calle apareció un camión, se acercaba a mí a mediana velocidad. Con su cercanía se incrementaba mi miedo a lo desconocido, la incertidumbre de lo que pasaría cuando llegara junto a mí, entonces tomé una decisión.
                Vuela. ¿Qué? ¿Es eso posible? Vuela.
                Cerré los ojos, los apreté con fuerza y empecé a escalar el aire. De pronto recordé la terrible sensación de caer, el pánico de mirar hacia abajo, el hoyo en el estómago, esa jodida sensación de caer. No mires hacia abajo, resolví, no necesitas hacerlo, finalmente ¿quién necesita caer? Apresuré la escalada, abrí los ojos con la cabeza en alto y escalé una y otra vez.

                La noche se hizo día, la angustia paz, la soledad eterna se hizo solitaria compañía. El vuelo me llevó hasta el jardín de mi infancia, al parque donde mis juegos infantiles se llenaban de gozo, abracé con suavidad el frío metal de una luminaria y me deslicé hacia abajo, lento, porque era la hora de volver. Porque la noche se había hecho día, la calle se hizo parque, y porque los miedos me hicieron volar.

jueves, 17 de marzo de 2016

Que salga el sol

Esta soledad entera, eterna.
Este eterno roble que no tiene permiso de doblarse,
que tiene las raíces tan gruesas, tan profundas,
que tiene tantas ganas de doblarse, doblegarse
lanzarse a la corriente del río que le espera con las aguas abiertas,
listas para envolverle en húmedo, lastimero abrazo.

Sobrevivir a esta inmensa soledad.
Ser capaz de no doblar las rodillas,
de no dejar salir el llanto ante tanto abandono,
ante las alas cortadas
y el corazón pulverizado.

Es esta perra vida que se ensaña
con las ganas de vivir
de los que tiene más ganas
más razones para hacerlo.

A qué viene esta miseria,
de qué va traer el estómago volteado,
los ojos húmedos, hinchados de tanto llanto
que no sale
que no quiere
que no se siente liberado.

A lo lejos sus risas,
sus riñas constantes,
su luz pequeña e intensa
reconstruye la vida
y deja salir el llanto.

Mirar sus ojos cansados,
su vida que sucede
que es real
que permanece.
Ver su luz encendida
alumbrar la más densa niebla.

Escucho
miro
los vivo.
Extiendo el cuerpo.
Mañana por fin saldrá el sol.

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