Él habla y habla, mientras trato de concentrarme paso diapositivas de indios, de vírgenes, de niños sin madre y de caníbales, y yo escucho, admiro; luego vuelvo a mis pensamientos, me voy, me pierdo.
Mi caricatura corre hasta su cama, las joyas de la reina -que no son otra cosa más que mis viejos y usados aretes, collares, anillos, que saca diez mil veces y diez mil veces vuelve guardar-, el osito amarillo tirado en el piso, sus pantuflas de cerdo rosa, su cobija azul, su leche y su sonrisa. Me cuelo en la casita sin que me vean, sin que me huelan, y lo veo a él, empeñado en disfrutar todos los besos, todas las sonrisas que nos tocan, en preparar las bolitas de carne, en pasear a los perros, en sonreír porque es feliz en donde está, porque está en donde quiere estar.
Y yo sigo acá, hablar, sonreír, cumplir, sentir que la vida es dura, que hay que desangrarse el alma, rebanarse los sesos para llevar esta vida que cuesta tanto, esta que vale la pena vivir; y mi caricatura sin color persiste entre sábanas y besos, entre sonrisas y bailes de gimnasia y yo me pregunto, si la vida dura vale la pena o si el amor se cuenta porque un solo beso de ella, uno de él son la eternidad, porque las miles de sonrisas en mi cabeza, en mi piel, son las mismas que sólo estoy imaginando.
Once pe eme, vuelvo a poner Daydreamer, porque llegué a casa, porque no hay nadie junto a la puerta, todos adentro, duermen, sueñan, y yo me dispongo a descansar.
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